La madrugada del 15 de diciembre, como cada madrugada en los últimos nueve
meses, a las 5 de la mañana, abrí los ojos en la oscuridad y pensé “tengo que
ir al baño, pero siento que hay algo diferente”. A las 5 y 5 tuve la primer
contracción, eso que todas las madres dicen que sintieron y que, embarazada,
una se pregunta cómo será y si verdaderamente será tan intenso como dicen. En
lo personal, lo sentí como un dolor similar a un intenso calambre que me subía
por las piernas me bordeaba la cintura y finalizaba en el vientre. Así cada
diez minutos, luego cada cinco, con una duración aproximada de un minuto. Es
increíble pero, por reloj, los tiempos se mantienen en un ritmo constante. Al
cumplirse el minuto cinco ya empezaba a sentir que la próxima contracción
venía, como una ola que viene del fondo del mar, crece, en su momento más alto
“rompe” y luego desciende hasta desaparecer en la orilla. Esta imagen de la ola
la tomé prestada del libro “Parto seguro” de Beatrijs Smulders y Mariël Croon,
y me acompañó para atravesar el dolor de las contracciones, sabiendo que hay un
pico que luego baja, que el dolor aumenta, tiene su momento de máxima
intensidad pero luego desaparece. Durante los seis meses que tomé clases de
yoga para embarazadas pensé, en cada clase, que en el momento del parto iba a poder
implementar poco o nada de lo que estaba aprendiendo. Pero, para mi sorpresa,
debido a que una es consciente de lo que le está pasando y cómo está
respondiendo ante la reacción del cuerpo, es posible implementar una
respiración adecuada, dirigir la fuerza y el aire a dónde deben ir y hasta
autocorregirse.
A las 7:15 llamamos a la obstetra. El seguimiento de todo el embarazo lo
tuvimos en un consultorio de cuatro obstetras. Con turnos rotativos, a los
nueve meses ya podíamos conocer algo a cada una y yo sentirme segura en sus
manos al momento del parto. De todas maneras, con quién más empatía tuve fue,
por fortuna, quién tenía la guardia la noche del 15 de diciembre, Natalie. A
las 7:30 Natalie tocó la puerta y luego de controlarme a mi y al corazón del bebé
(digo bebé porque no sabíamos si era un nene o una nena), me anunció que
estábamos muy cerca de empezar el parto. Nuevamente me preguntó si quería tener
a mi hija en casa o en el hospital, “en casa” dije. A las 8:45 empezó el parto,
y luego de un absoluto esfuerzo de parte del bebé, mía, acompañados
amorosamente por Simón y con el apoyo armónico y profesional de Natalie, a las
10:00 partimos para el hospital. El bebé estaba muy arriba y la obstetra
consideró que tal vez era necesario recibir oxitocina para hacer contracciones
más intensas y así pujar más fuerte. Subimos al auto, Natalie y yo adelante y
Simón atrás. Selma, la enfermera de maternidad, se quedó en casa acomodando
todo para la vuelta de la nueva familia. Del viaje tengo flashes, los vecinos
de al lado que salieron a ver, yo con zapatillas de Simón porque tenía los
empeines tan hinchados que ningún calzado propio me entraba, la autopista
vacía, domingo a la mañana y un montón de contracciones fuertes una tras otra
que hicieron que finalmente no fuera necesario recibir intravenosas. Una vez
afuera, las médicas supieron que la razón por la cual Lioba no bajaba
suficiente era que tenía su bracito junto a la oreja, como hablando por
teléfono.
Llegamos en veinte minutos al hospital de Utrecht, otros flashes es un
hombre sosteniendo la puerta del ascensor para que pasáramos primero y su mujer
con su recién nacido en brazos. A las 10:30 me recosté
en la cama de una habitación luminosa, con una gran ventana de donde se veían
los árboles deshojados por el invierno, con mi remera amarilla, Simón a mi
derecha y Natalie a mi izquierda hablando con dos mujeres de guardapolvo
blanco; ambas médicas se presentaron, me sonrieron y me dieron la mano y la
mayor de las dos, mascando chicle, me preguntó en que idioma hablaba. Le dije
“holandés” pero se ve que ella quería hablar en inglés. “Está bien, es igual”,
pensé, pero yo solo podía hablar en holandés o en castellano con Simón, así que
era una mezcla de palabras e idiomas que daban vuelta por la habitación. “Pero
que onda el chicle” pensaba yo “cómo me va a atender mascando chicle. Yo estoy
por parir y ella come chicle, ¡que bizarro!” Finalmente resultó que el chicle,
como suele ser, no era más que un elemento de cancherismo porque la Doctora
tenía una decisión y autoridad para ordenarme qué, cómo y cuando hacerlo que a
las 10:44, 14 minutos después de presentarse, me estaba dando a Lioba en las
manos y de esa manera la Doc ya podía volver a sentarse a tomar otro café y charlar con las
colegas.
Es intensa la mezcla de emociones que se sienten al ver salir a tu
bebé de vos, al mirarte a los ojos con tu pareja, al sentir el peso de tu hijo
sobre tu vientre, su olor, su piel, verle los deditos, oir su llanto, ver sus
uñas y su pelo largo, sentir el cordón que hasta ese momento y ya nunca más te
conectó a él o a ella, darle por primera vez el pecho. Apenas salió Lioba,
luego de un pujo final que se hizo esperar, sintiendo toda su dimensión dentro
y fuera de mi, la cubrieron de mantas y un gorrito y me la entregaron. Ahí
pregunté “es nena o nene”, “no miré” me dijo la Doc del chicle, y ahí nomás le
quitó en medio segundo las mantas y se las volvió a poner y me dijo “es una nena,
claro, tiene gorrito rosa”; la enfermera, atenta a tiempo, había agarrado a
vuelo de águila el color de gorrito correspondiente. “Una nena” fue
emocionante, ahí fue, es Lioba y no podía ser otro nombre ni otro bebé.
Asistido por la médica, Simón fue invitado a cortar el
cordón. La tenía sobre mi y ya no dentro, nos podíamos abrazar, después
de tan larga espera. Así me la dejaron por largo rato, directamente recién
nacida. Luego la sostuvo el papá, a quién las enfermeras sugirieron quitarse
la remera para tener un contacto piel con piel. Así empezó nuestra vida de
familia. Mucho más tarde la pesaron (3834 gramos) y la vistieron, no la bañaron
ni la midieron, ni le cortaron el pelo, ni le perforaron las orejas, ni nada
más que no fuera estrictamente necesario, en conclusión, darle de mamar y
vestirla.
Unas horas más tarde comimos en el hospital, esa comida tan de hospital, donde solo el postre es rico. Tras la cena y una ducha para mi, nos fuimos para casa. A las ocho de la noche estábamos en casa, con la cama con sábanas limpias y nuevas, curiosamente un juego con alegres colores rojos y anaranjados que no habíamos estrenado aún y que Selma por si misma supo elegir del placard. Así empezó la noche y fue concluyendo el mágico día… la primer noche y el primer día con Lioba entre nosotros.
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